Just Mercy: A Story and Redemption (Buscando Justicia) es una memoria escrita por el abogado estadounidense Bryan Stevenson, en la que relata su carrera defendiendo a clientes en situación de vulnerabilidad y su labor para revertir la condena errónea de Walter McMillian, un hombre que fue sentenciado a muerte por el asesinato de Ronda Morrison. Posteriormente, la obra fue adaptada al cine dirigida por Destil Daniel Cretton en 2019. Tanto el libro como la película cuestionan de manera profunda las suposiciones comunes sobre las personas encarceladas, ofreciendo un análisis crítico del sistema de justicia estadounidense, así como de los múltiples problemas que lo afectan.
Recién egreso de la Facultad de Derecho de Harvard, Bryan Stevenson fundó en 1989 la organización Equal Justice Initiative en el estado de Alabama, con el objetivo específico de brindar asistencia legal a personas condenadas a la pena de muerte. Esta entidad presenta la tasa más alta de sentencias capitales per cápita en todo el país. No obstante, a quienes enfrentan la sanción, no se les garantiza el derecho a contar con una persona defensora pública en todas las etapas del proceso. La representación legal provista por el Estado se limita únicamente al juicio y a la apelación directa. Esto excluye las peticiones de revisión post-condena ante los tribunales estatales, que constituyen el único mecanismo disponible para introducir pruebas nuevas que no hayan sido incorporadas al expediente del juicio. También es la única vía para alegar, por ejemplo, la ocultación de pruebas por parte de la fiscalía o la ineficacia de la defensa técnica durante el proceso.
Tal es el caso de Walter McMilllian. La persona que declaró en su contra fue Ralph Meyers, quien en ese momento enfrentaba un proceso penal por otro homicidio obteniendo una reducción sustancial de su condena a cambio de ese testimonio. Sostuvo que lo había obligado, a punta de postila, a conducir hasta una tintorería. Según su relato, se dirigió posteriormente a una licorería cercana para comprar cigarrillos y luego esperó en el automóvil hasta escuchar disparos. Resulta inverosímil que, de haber sido realmente privado de su libertad, hubiera permanecido voluntariamente en las inmediaciones del lugar donde se cometía el delito. Al ingresar a la tintorería, declaró haber visto a McMillian junto al cuerpo sin vida de Ronda Morrison, quien tenía dieciocho años. Esta declaración fue realizada aproximadamente un año después del crimen, en el marco del acuerdo alcanzado con la fiscalía. No obstante, se comprobó que su testimonio fue obtenido mediante coacción por parte de las autoridades estatales, bajo amenaza de imponerle la pena de muerte en caso de no colaborar. Tras prestar declaración, fue trasladado a una cárcel del condado y su condena reducida a treinta años de prisión.
Al advertir estas irregularidades, Bryan Stevenson presentó una solicitud de nuevo juicio para McMillian, que inicialmente fue rechazada. Posteriormente, acudió ante la Corte Suprema de Alabama, donde su recurso fue finalmente admitido, saliendo exonerado. En ese entonces, no existían antecedentes de una exoneración o concesión de clemencia a personas condenadas a muerte en dicho Estado.
Esta historia refleja diversas fallas estructurales del sistema jurídico estadounidense, que merecen ser analizadas en mayor profundidad. En un sistema donde una de cada ocho personas ejecutadas ha resuelto ser inocente de los delitos imputados, es evidente la existencia de deficiencias graves. Según la organización Equal Justice Initiative, “la falta de asistencia jurídica adecuada a los acusados en procesos penales capitales y a las personas condenadas a muerte constituye una característica definitoria de la pena de muerte en Estados Unidos. La posibilidad de que un acusado sea condenado a esta pena depende, en general, más de la calidad de su defensa legal que de cualquier otro factor” (Equal Justice Initiative 2025). Este problema se refleja en los numerosos casos que se describen a lo largo de la memoria de Bryan Stevenson, donde una defensa inadecuada se combina con una dosis letal de discriminación. En una sociedad que asocia los cuerpos negros con la criminalidad (Eberhardt et al. 2004) y en la que el color de piel basta para ser considerado culpable, una defensa adecuada debe contrarrestar los prejuicios implícitos que afectan todas las etapas del proceso penal.
La Sexta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos garantiza el derecho a una asistencia técnica efectiva y adecuada. En el caso Stickland v. Washington (1984), LA Corte Suprema de Estados Unidos estableció que la actuación deficiente del abogado debe ser tan grave que perjudique el derecho del acusado a un juicio justo, y que, de no haber mediado tales errores, existía una probabilidad razonable de que el resultado hubiera sido distinto. En procesos donde se enfrenta la pena de muerte, esto puede manifestarse, por ejemplo, en la introducción de peritos discriminatorios, como ocurrió en Buck v. Davis (2017), o en la omisión de información crítica, como la incapacidad intelectual o el deterioro mental, evidenciada en los casos de Horace Dunkins, Jerome Holloway y Donald Thomas, todos ellos condenados a muerte. (Bright 1994)
Este fenómeno está ampliamente documentado: casos prácticamente idénticos dentro de la misma alcaldía pueden tener resultados distintos, siendo la calidad de la defensa legal el único factor diferenciador (Bright 1994). Tal como lo señala un artículo de la Facultad de Derecho de Yale, “en consecuencia, gran parte de la población del corredor de la muerte está compuesta por personas que no se distinguen ni por sus antecedentes ni por las circunstancias de sus delitos, sino por su pobreza extrema, discapacidades mentales severas, bajo coeficiente intelectual y la deficiente representación legal que recibieron” (Bright 1994). Las personas asignadas a la defensa pública dentro del sistema estatal suelen estar mal remuneradas, sobrecargadas de trabajo y carecer de preparación adecuada para llevar casos capitales. Una persona razonable consideraría que se vulnera el derecho a un debido proceso y a una defensa técnica cuando quienes ejercen la defensa se presentan en estado de ebriedad, se duermen en la sala de audiencias o ni siquiera han leído la legislación aplicable a la pena de muerte antes de asumir el caso.
El problema de la representación legal inadecuada, central en los debates sobre la pena de muerte en Estados Unidos, encuentran paralelos en México, donde el derecho a una defensa adecuada está consagrado en el artículo 20, apartado B, fracción VIII de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en relación con los artículos 14 y 17 del mismo ordenamiento. También se encuentra en el artículo 113, fracción XI, del Código Nacional de Procedimientos Penales, donde se establece que uno de los derechos de la persona imputada es “tener una defensa adecuada por parte de un licenciado en derecho o abogado titulado, con cédula profesional, al cual elegirá libremente incluso desde el momento de su detención y, a falta de éste, por el Defensor público que le corresponda, así como a reunirse o entrevistarse con él en estricta confidencialidad”.
En México, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ha sostenido en diversas resoluciones que el derecho a una defensa adecuada tiene dos vertientes, una formal y una material. La formal exige que quien asuma la defensa cuente con título y cédula profesional. Por su parte, la vertiente material implica que la asistencia brindada sea efectiva; es decir, que se actué con diligencia y competencia técnica en la protección de los derechos de la persona imputada (SCJN 2014; SCJN 2019; SCJN 2020). Esta distinción es fundamental, porque cumplir únicamente con el requisito formal de contar con una cédula profesional no garantiza por sí solo el respeto a los derechos procesales de la parte acusada.
Este principio se extiende al debido proceso en su conjunto. Según los estándares tanto nacionales como internacionales, “se materializa y refleja en i) un acceso a la justicia no sólo formal, sino que reconozca y resuelva los factores de desigualdad real de los justiciables, ii) el desarrollo de un juicio justo y iii)la resolución de las controversias de forma tal que la decisión adoptada se acerque al mayor nivel de corrección del derecho, es decir, se asegure su solución justa” (Corte IDH 2015, párr. 151). Aquí se advierte con claridad la distinción entre las exigencias formales del procedimiento y la efectividad material en la obtención de una decisión justa. Siempre existirá algo elusivo en el derecho, una aspiración constante hacia “la justicia” un ideal abstracto que parece al alcance, pero que continuamente se resiste a ser plenamente capturado.
John Rawls desarrolló esta distinción en su libro Teoría de la justicia, publicado en 1971. Explicó que existen diferentes tipos de justicia procesal. La llamada justicia procesal pura, también conocida como justicia formal, afirma que cualquier condena será justa siempre que cumpla con todos los requisitos del proceso legal. Sin embargo, como demostró claramente el caso de Walter McMillian, incluso cuando un juicio sigue al pie de la letra todos los aspectos técnicos de la ley, el resultado puede ser profundamente injusto, como lo fue la condena a muerte en ese caso. Rawls atribuyó esta contradicción a lo que llamó condiciones de trasfondo injustas. En el caso de McMillian, el racismo y la discriminación sistémica hicieron que el mero cumplimiento formal del proceso no pudiera garantizar un resultado equitativo.
Por otro lado, la justicia procesal imperfecta establece un criterio independiente para evaluar la equidad: la búsqueda de la verdad. Según este enfoque, las reglas procesales deben diseñarse para asegurar que solo se dicte condena cuando exista responsabilidad real y que se absuelva a quienes no la tienen, minimizando así los errores judiciales.
El debido proceso presenta una característica fundamental: mientras que su observancia puede conducir a resultados justos, su violación siempre produce injusticia. En este marco, el resultado final es tan importante como el procedimiento mismo. Un ejemplo claro sería el de una confesión obtenida mediante tortura, que invalidaría el proceso independientemente de la culpabilidad real del acusado. Este marco jurídico sirve precisamente para prevenir abusos y proteger los derechos humanos.
En México, los derechos fundamentales del debido proceso incluyen la notificación oportuna del acto que priva de derechos, la posibilidad de preparar una defensa adecuada, el acceso a un juez imparcial, la celebración de un juicio oral (y público en materia penal), la facultad de presentar pruebas y la garantía de que las decisiones judiciales se fundamenten únicamente en lo actuado dentro del expediente (Gómez Lara, n.d., 5). Estos elementos no solo aseguran el ejercicio efectivo de la defensa, sino que también buscan establecer condiciones de igualdad entre las partes, lo cual constituye uno de los pilares del sistema penal. Como enfatiza Cipriano Gómez Lara:
“La igualdad de las partes es muy importante, porque tiene que ver con la imparcialidad del juzgador, y con la situación de los que estén pelando en el proceso, para que tengan siempre las mismas oportunidades de exposición, de alegatos, de pruebas, de defensa; esto es también lo que se ha llamado principio de la bilateralidad de la instancia, igualdad de oportunidades e imparcialidad del juzgador” (Gómez Lara, n.d., 12)
Si el fundamento del debido proceso es la igualdad entre las partes, entonces un sistema que favorece a quienes cuentan con recursos económicos suficientes para costear una representación legal de calidad, y por lo tanto tiene mayor probabilidad de obtener un resultado favorable, está, en efecto, estructuralmente manipulado. En el sistema actual, existe una desigualdad inherente entre la parte que cuenta con representación particular y aquella que debe conformarse con la defensa pública. El hecho de que el Estado esté obligado a proporcionar representación legal no garantiza, en la práctica, que dicha defensa sea adecuada o efectiva, ya que en muchos casos las personas asignadas a la defensa pública no cumplen con estándares mínimos de calidad. A pesar de que estas garantías están previstas en la Constitución mexicana, la experiencia vivida demuestra que la realidad difiere sustancialmente.
Bajo esta lógica, si sostenemos que una sociedad justa y equitativa se beneficia de un sistema procesal adversarial, en el que la verdad surge a partir de la confrontación de las partes, entonces es imperativo asegurar que todas las personas que participan en un proceso penal lo hagan desde una posición inicial de igualdad, sin importar su clase social. Una posible medida para garantizar la igualdad procesal sería eliminar la práctica privada del derecho penal, de modo que la totalidad de la defensa en procesos penales esté a cargo del Estado.
Como señala David Resnick (1977) en su artículo académico titulado Due Process and Procedural Justice:
“Si la justicia no debe estar a la venta al mejor postor, parecería seguirse que deberíamos abolir la práctica privada del derecho penal tal como la conocemos. La práctica privada del derecho penal no solo otorga menos justicia a los pobres, sino que otorga más justicia de la necesaria a los ricos. Si creemos en el sistema adversarial de justicia, ¿por qué no contar con dos fiscales? Uno encargado de la acusación y otro de la defensa”
Resnick añade que, si se confía en la capacidad de un funcionario público para defender adecuadamente a quienes carecen de recursos, entonces también debería confiarse en su habilidad para representar a cualquier persona, sin importar su situación económica. Esta hipótesis refleja el enfoque propuesto por John Rawls en su teoría de la justicia, según la cual debemos imaginar la estructura de una sociedad sin conocer de antemano cuál será nuestra posición en ella, ya sea como personas privilegiadas o desfavorecidas. Si me correspondiera diseñar un nuevo sistema de justicia bajo esa condición de incertidumbre, procuraría establecer uno que garantice imparcialidad y equidad, aunque solo fuera por un interés propio de evitar la posibilidad de sufrir una injusticia.
Debo reconocer que esta propuesta es radical, ya que interpela directamente al statu quo y desafía mis propias concepciones sobre la justicia y la equidad. No obstante, la realidad observable en contextos como el sistema penal de los Estados Unidos revela una serie de prácticas profundamente problemáticas: la aplicación desigual de la pena de muerte, la falta de garantías reales para una defensa activa, la persistencia de dinámicas discriminatorias y las condiciones precarias en las que trabajan quienes ejercen la defensa pública. Todo ello da cuenta de un modelo de justicia gravemente distorsionado. Al considerar el derecho a una defensa adecuada dentro del marco más amplio del debido proceso y de la igualdad como derecho humano fundamental, se vuelve evidente la necesidad de una transformación estructural del sistema penal. Una vía posible sería la abolición de la práctica privada del derecho penal, de modo que el Estado asuma la representación legal en todos los procesos penales, con el objetivo de impedir que la lógica del libre mercado corrompa un componente tan esencial como el sistema de justicia.
Bibliografía
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Eberhardt, Jennifer L., Phillip Atiba Goff, Valerie J. Purdie and Paul G. Davies. 2004. “Seeign Black: Race, Crime, and Visual Processing”. Journal of Personality and Social Psychology”, No. 6: 876-893. Acceso mayo 11, 2025. https://doi.org/10.1037/0022-3514.87.6.876
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Rawls, John. 1971. A Theory of Justice. Cambridge. MA: Harvard University Press.
Resnick, David”. “Due Process and Procedural Justice”. Nomos 18 (1977): 206-208. Acceso mayo 11, 2025. http://www.jstor.org/stable/24219206
SCJN. 2014. Tesis: P. XII/014 (10ª); SCJN. 2019. Amparo directo en revisión 26/2019; SCJN, 2020. Amparo directo en revisión 1895/2020.
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